Del amor y otras historias / El reloj de la abuela

El coche circulaba a velocidad, más rápido de lo normal. Mi madre no se atrevía a decir a mi padre que rebajara su tensión. No adelantaríamos nada si acaso surgiera algún incidente. Necesitábamos llegar a tiempo. Yo era tan pequeño, que no llegaba al  alcance de la importancia que aquél viaje tenía para nosotros, especialmente para mi padre.
No hablaba. Su vista iba fija en la carretera y, sus manos sobre el volante iban férreas sobre él, tanto que, los nudillos eran de color blanco. Seguramente sería una alarma en falso. Una de tantas a las que nos tenía acostumbrados la abuela, la madre de papá.                          No llegaba a comprender los sentimientos de los mayores, pero instintivamente miré a mi madre.

Iba seria, más de lo normal. No era la primera vez que nos avisaban de que la tata, Rosa María, se había puesto enferma de repente. Aunque siempre iban preocupados, pero hoy era diferente. En mi mente infantil no alcanzaba a distinguir un tipo de gravedad de otra. Para mi eran todas iguales. Se me encogía un poco el corazón al ver a mi abuela postrada en una cama. ¡Era tan vital y sonriente...!Pero al mismo tiempo, una voz interior me decía que esta vez era distinto. La premura con que papá conducía, me hacia sospechar que así era.

Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. A menudo mantenía una charla conmigo mismo y hoy no sería una excepción.

— En verdad debe estar grave. De lo contrario papá no iría tan tenso ni mamá tendría los ojos enrojecidos. ¡Estaba llorando! No podía soportar que mami llorase y, eso precisamente, fue lo que más me alarmó. Quería dormirme, pero no podía. Algo me decía en mi interior que no debía hacerlo, que no estaba bien.

El camino se me hacía interminable ¿ Por qué demonios nos fuimos a vivir al otro lado del mapa? Debíamos haber vivido junto a la tata. Se suponía que a medida que la edad avanzaba, ella estaría algún día enferma y nos necesitaría. ¿ Quería a mi abuela? Detuve mi reflexión y yo mismo me contesté: Si la quiero. Mucho. No quiero que se enferme. No quiero que se vaya. Deseo que me siga contando las historias maravillosas de cuando ella tenía mi edad.

¿Era posible que ella hubiera sido pequeña? No la imaginaba con su cabello castaño claro, rizado, en una melena que la llegaba a los hombros, con hermosos tirabuzones y un gran lazo rosa que     adornaba su cabeza. Y, a Graciela cepillándoselo cada noche. Con ese deje tan gracioso que tenía. Era morena de piel, ni muy alta, ni muy baja, aunque a mi me parecía muy grande. Había emigrado a España cuando Cuba se independizó de nosotros. Su marido murió en el ataque de los americanos a nuestros barcos. Eso me queda muy lejano, y lo recuerdo porque la tata me lo narraba como si fuera un cuento:

—¡Hay hijo, qué trampa nos tendieron! Perdimos las tres últimas hijas que nos quedaban

¿Hijas? Que yo supiera el único hijo que habían tenido mis abuelos era mi padre. Años más tarde, cuando comenzaba en el colegio, comprendí que las hijas a las que se refería la tata eran Cuba, Puerto Rico y las Islas Filipinas. ¿ Qué hicimos mal para tener tamaño castigo? Se me ocurrió comentarlo un día y nunca la vi más furiosa que entonces:

— Ni se te ocurra volver a mencionarlo delante de mi. Fue una artimaña para hacerse con las últimas colonias

Nunca se lo  volví a mencionar. Pero por mi cuenta investigué y entonces lo entendí todo. Me contaba unas historias muy graciosas de cuando ella era joven ¿ Ha sido joven alguna vez? Me preguntaba cuando era pequeño. Y sí, había tenido una gran belleza y aún en su rostro conserva vestigios de entonces. Su mirada dulce, su sonrisa perfecta, y sus manos delgadas, más aún ahora. De finos y largos dedos. Con las uñas siempre cortas, pero distinguidas. Si, en verdad, la tata era hermosa. No quería ni pensar en perderla. Pero no podía  evitar que en mi corazón sintiera como una punzada y una angustia se aferrara a mi garganta.
De golpe comprendí que hoy no era un día normal sino que marcaría la palabra fin en nuestra historia, en la historia de papá. Mamá, de vez en cuando, apretaba su hombro con cariño. Me gustaba el amor que mis padres mantenían, a pesar de que, de vez en cuando, discutían por algo, pero siempre terminaban disculpándose y abrazados. Quiero mantener viva en mi mente, esa imagen de ellos, y prometo firmemente que, cuando me case, seguiré su ejemplo y mi esposa será mi compañera con quién caminaré por la vida hasta el final.

Al fin nuestro viaje había terminado. Estábamos frente a la casona de la tata. Todas las luces estaban encendidas y a través de los visillos del salón se veía que había movimiento en la casa. Y de repente, como si una mano  me apretara el corazón, supe instintivamente que era el final. Que era la última página de una narrativa que había llegado a su fin. No pude reprimir unas lágrimas que brotaron de mis ojos, que me quité de un manotazo ." Los hombres no lloran". Era la voz de mi abuela cada vez que yo tenía alguna rabieta.
Entramos en el salón presidido por un gran reloj de pie, apoyado en una columna que sobresalía y que disimularon con él. Nunca, hasta entonces me había dado cuenta y de golpe llegó a mi memoria la imagen de la abuela dando cuerda a esa máquina perfecta que nunca variaba ni un minuto en su recorrido. Le satisfacía hacerlo. Siempre sonreía y era como una caricia. Al terminar, pasaba su mano por la  madera siempre impoluta y, sonreía. Creo que lo dedicaba a mi abuelo, fallecido hacia muchos años, y a quién no conocí. Pero ella tenía un brillo especial en sus ojos. Después se volvía hacia mi y me decía.

— ¿ Sabes? Tiene cuerda para ocho días. Prométeme que cuando yo no esté, serás tú el encargado de hacerlo.
— Pero yo no sé, tata
—¡Claro que sabes! Es muy sencillo. Prométemelo
— Vale... Te lo prometo — dije con resignación. Aún a sabiendas de que no cumpliría mi promesa. "la abuela nunca se va a morir"— me decía en mi interior.

Mientras mis padres acudían rápidamente a la habitación en donde mi abuela descansaba, yo quedé parado frente al reloj que, de repente parecía que había cobrado vida. Marcaba las doce menos cuarto. 

— Si llega a las doce, la tata se recuperará— pensaba ingenuamente.

Decidí no moverme de allí mirando de cerca aquél mueble tan significativo para mi familia. Pero mi madre llorosa, me agarró de la mano y me dijo:

— Vamos, cariño. Ve a despedirte de la tata

No hizo falta que me dijera nada más. Tragué saliva y con los ojos húmedos, vi pasar como en una moviola, todos los años que estuvimos juntos y lo significativo de cada momento vivido junto a ella. Y su sonrisa me acompañaba, como dándome fuerzas para enfrentarme a ese momento supremo de la partida de mi tata. No volvería a verla nunca más. No volvería a escuchar sus palabras, no escucharía las narraciones de sus memorias junto al abuelo que no conocí. Ni las chispas de sus ojos al recordar 1898 y un barco hundiéndose en la bahía.

Llegué a su cabecera, tenía los ojos cerrados, pero intuyó mi presencia y sonrió dulcemente. Me señaló un lado de su cama indicándome que me recostara en ella como hacía siempre. Y lo hice pensando, quizás, que yo le había mejorado. Recliné mi cabeza en su mejilla. Sonrió y suspiró aliviada. Un poco más lejos de esa habitación, en el salón, las campanadas rotundas, fuertes y sonoras,  lo hicieron doce veces. Con la última de ellas, mi tata exhaló su último suspiro.  Me la quedé mirando, mientras los brazos de mi madre, me retiraban de su lado suavemente. La miré fijamente. En su rostro había paz y se dibujaba una sonrisa. Me deshice de los brazos de mi madre. Me incliné hacia ella y deposité un beso en su mejilla, al tiempo que la decía:

— Ve tranquila, tata. Yo me ocuparé del reloj.

Después di media vuelta, erguí mis hombros y salí de su habitación. Me paré frente al reloj y, como si fuera algo que pudiera escucharme, le dije:

— No se te ocurra pararte ¿me oyes? Yo me ocuparé de tí, pero será ella quién siempre esté con nosotros.




  

Derechos de autor reservados / rosaf9494
Autoría: rosaf9494
Edición: Mayo, 6 2023
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