Descalzos en el parque


 Hacía una mañana espléndida. De esas en que la Primavera gasta bromas con el Verano. Radiante, alegre , con el verdor de los parques incomparable a cualquier otra estación del año. El cielo de un azul intenso y la magnífica sinfonía de las aves volando alegres y libres ,era el conjunto perfecto para ser absolutamente feliz, tan sólo con mirar a tu alrededor.

Repartidos por el césped, habían varios grupos de jóvenes charlando unos, otro en solitario con una guitarra intentaba sacar alguna melodía al instrumento. Las risas juveniles armonizaban en perfecta sintonía con el ambiente. 

Roberto Mínguez permanecía tumbado en la hierba mirando hacia arriba, hacia el cielo, pero extrañamente, no era el objeto de su abstracción. Algo se cernía en su cabeza que le hacía sonreír levemente, seguramente algún recuerdo arrinconado que lo había hecho vivir cualquier ruido, voces o melodías que se escuchaban a lo lejos. Quizás recordara su años de universidad, en que, a punto de terminar el curso, venía con sus compañeros a despejar sus cabezas de tantos estudios de última hora,.

Constaba el grupo de unos diez muchachos entre chicas y varones, la mayoría de edad semejante. A su memoria llegó nítidamente el rostro de una de sus compañeras : Analía. Perteneciente a la burguesía, era remilgada a la hora de sentarse en la hierba y, miraba a su alrededor por ver si descubría algún banco o piedra que la sirviera de asiento. Ni por lo más remoto se sentaría en el suelo. Roberto se dio cuenta de su incomodidad y con voz sonriente la ofreció una carpeta para que no lo hiciera en el suelo, algo que ella rechazó enérgicamente.

Se puso de pie de un salto y desabrochándose la camisa se la quitó y la extendió sobre el suelo. Con un brazo extendido se lo ofreció ante las risas de sus otros compañeros, que trataban de hacerse los desentendidos sin conseguirlo. Analía no supo reaccionar ante semejante muestra de cortesía y entonces fue cuando se fijó en el muchacho, en su torso desnudo, atlético, de brazos fuertes de esos que te dan seguridad. En su rostro de mandíbula cuadrada y de ojos negrísimos e inquisidores. De cabello oscuro y de piel tostada. En su cara se reflejaba una permanente sonrisa hacia ella que, ante semejante espectáculo no supo rechazar.

Le latió fuerte el corazón cuando él la ofreció ambas manos para ayudarla a sentarse. Esa fue la única conexión material que tuvieron, pero fue suficiente para que el resto de la tarde, hicieran poco menos que un aparte entre el resto de la pandilla. Ellos charlaban sin parar ajenos totalmente a lo que se cocía en el grupo, sin darse cuenta de que eran el centro de atención de todos, sin importarles lo más mínimo.

Roberto detuvo su particular moviola en ese punto. Ya no era aquél joven que encandilaba a sus compañeras. Algunos cabellos grises enmarcaban sus sienes y alguno que otro salpicaba el resto de su cabeza. Pero volvió a ser joven en ese momento de recuerdo. Quizá lo avivó una silueta de mujer que  paseaba por la vereda arenosa del paseo. No distinguía su cara sin las gafas, pero tampoco sentía demasiado interés por ver quién era. Había regresado a Madrid a establecerse allí definitivamente. Seguía soltero y sin esperanzas de cambiar de estado. Siempre había sido un alma libre encadenado a un recuerdo de por vida. Era su segundo día de permanencia en la capital y su primera visita a "su" parque. Demasiados recuerdos de los años pasados. Permanecía soltero, a pesar de que en sus andanzas por el mundo en una ONG había conocido a muchas mujeres e incluso había convivido a temporadas con alguna, pero no habría nadie en el mundo quién le hiciera perder su eterna soltería. Era demasiado tarde para casarse y demasiado para convertirse en padre. Estaba más cerca de ser abuelo.

No pudo evitar reírse ante este pensamiento. Quizá fuese el entorno, el regreso a casa, o la juventud ya perdida, o todo junto, hizo que la nostalgia volviese de nuevo a su actual estado.

Nuevamente dirigió la mirada hacia la mujer que avanzaba despacio en su dirección. No tenía prisa y eso era bueno, pues tropezaba constantemente con alguna piedrecilla del camino. Y es que llevaba unos zapatos con un tacón más que regular. Pensó:

—¿A quién se le ocurre venir a pasear con semejantes zapatos? ¡ Ah las mujeres!—Quizás algún gesto de ella le hizo nuevamente echar la vista atrás. Estaba visto que era un día de nostalgias.

Cada vez la dama estaba más cerca de él. Llevaba gafas de sol, por tanto no distinguía bien sus facciones, pero inexplicablemente algún gesto, algo le hacía volver una y otra vez hacia Analía. Se incorporó y se sentó abrazando sus piernas dobladas frente así, pero no dejó de mirar a la mujer que cada vez se acercaba más. Y al fin llegó a su altura. Ella continuaba con la cabeza erguida como si Roberto no existiera. A él, le hizo gracia ese gesto de orgullo mal entendido, pero no pudo evitar darle un consejo:

— Otra vez que venga a pasear, hágalo con zapato bajo si no quiere caerse y hacerse daño de verdad.

Esa voz, esa forma de hablar, esa sonrisa de medio lado,  trajo a su recuerdo otro momento vivido, aunque no fuera exactamente la misma situación. No pudo evitar detener su paseo al llegar a su altura . Se fijó más en él que, sonriendo no paraba de darle consejos:

— Yo que usted me quitaba los zaparos y caminaría por la hierba. Sentir en los bies la frescura de la vegetación esplendorosa en una mañana como la de hoy, es algo que sólo se siente una vez en la vida. Créame. Al menos inténtelo. Además es muy bueno para la circulación.

Ella no dijo nada. Sólo se le quedó mirando fijamente. Con un movimiento mecánico, siguió su consejo, se quitó uno de los zapatos y a continuación el otro, tratando de no perder el equilibrio.

Al verlo, Roberto se levantó de un salto para ayudarle en el caso de que diera un traspiés, pero cuando llegó a su altura, ella pisaba descalza la hierba fresca.

— Gracias por el consejo. No lo olvidaré. Tiene razón es muy agradable.

Él no sabía qué decir. Estaba allí, frente a él. Era como si sus recuerdos hubieran hecho un aquelarre y le hubieran transportado al ayer. Pero era hoy. Analía le miraba atentamente y sonreía levemente, probablemente por la novedad de haberse descalzado en público. Él sacó las gafas de uno de los bolsillos de su americana que descansaba en el suelo junto a él y se las puso de inmediato. La vista le fallaba de cerca, pero su oído registró aquél tono de voz y le trajo de nuevo al hoy y al ahora.

— ¿Analía?

— La misma Roberto.

— Pero... pero...

— ¿Pero cómo yo por aquí, te preguntas? Desde hace años vengo a este mismo sitio, siempre que el tiempo lo permite. Tenía el presentimiento de que algún día volveríamos a encontrarnos. Por desgracia, faltan muchos de los de aquella época. Ellos me ponían al corriente de tus andanzas, que no fueron pocas

—¿Por qué? 

No atinaba a decir más. Ella tomó la mano que se le ofrecía y procedió a sentarse. Él lo hizo a continuación:

— Como verás ya no necesito tu camisa para sentarme en la hierba. Y he obedecido tu orden de quitarme los zapatos y mostrarte mis juanetes que siempre oculto. Los años han pasado, pero aquellos otros permanecieron conmigo, teniendo siempre la esperanza de volverte a ver

— Francamente. No sé qué decir. Hace dos días que he vuelto y...

— Yo no he dejado de venir ni un sólo día. lloviese, nevase o cayera un sol de justicia. Era el único recuerdo que me quedaba de tí y esperaba que se repitiera.

El silencio reinó entre ellos. Sólo las intensas miradas de ellos hablaban. No hacía falta. No sabían qué fue lo que les separó, porque Analía le hubiera seguido hasta los infiernos si se lo hubiera pedido. Pero Roberto era demasiado orgulloso para unirse a una niña de la alta sociedad cuando él no tenía nada que ofrecerle. Por eso puso tierra de por medio buscando lo que nunca encontró. Sólo aquí en este sitio lo recuperó. Sin darse cuenta y sin saber por qué, dirigió su mirada hacia los pies de ella, hasta esos incipientes juanetes que indicaban que ya no eran unos estudiantes que sólo buscaban diversión.

Él alargó su mano hasta los pies de ella y los acarició suavemente mientras la miraba a los ojos. Analía reclinó su cabeza en el hombro de él y quedamente, le dijo:

— Siempre te he querido, niño tonto.

Autoría: 1996rosafermu

Edición Julio 15 2022

Imagen: Parque de El Retiro /Madrid

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