Confesiones frente al mar

 


Había vuelto a ese lugar de tan felices recuerdos para ella. Sería su despedida. Por voluntad propia y sin tener otra causa, había decidido romper su relación de amor-vida, con aquel lugar. Eran sus recuerdos demasiado intensos como para no evocarlos cada vez que las aguas azules y templadas del Mediterráneo, tropezaban con sus pies desnudos que pisaban la suave arena de la orilla.

Había sido su paseo acostumbrado de cada día. Apenas amanecía, bajaba hasta la playa y la recorría en su totalidad. De vez en cuando apartaba la mirada al frente, en su caminar, para fijarla en el horizonte en el que, unas barquichuelas se afanaban en recoger las redes de la pesca matutina. Después irían al puerto y allí la distribuirían por restaurantes playeros que solicitaban su mercancía. Todo era normal, rutinario…, menos ese día, para ella. Todo había cambiado y, ahora sólo tenía una idea fija en la cabeza: estaría sola no pasando mucho tiempo. Sola, como ahora en aquellos momentos. En aquellos otros en que el médico le dio la fatal noticia: su amor de siempre, el primero y único, estaba sentenciado.

Se terminaron todos los sueños construidos a través del tiempo, como aquél mismo en el que ella estaba. Allí, en aquella playa, pisando aquella arena, viendo el mismo cielo azul de siempre. El mismo pequeño oleaje y el sol en el horizonte. Todo igual. Todo lo mismo, todo, menos su desgarro interior.

Se engañaban mutuamente haciendo ver que todo había pasado. Que había sido una falsa alarma, que seguirían juntos, tomados de la mano y así, los dos se irían de este mundo. Se harían viejos juntos. Serían abuelos y verían crecer a sus nietos. Pero no fue así; él se marchó sin conocerlos y sin siquiera ver a sus hijas casadas. Eran muy jóvenes y aún estudiaban, pero ellas si conocían la verdadera situación de su padre. Las tres hicieron un juramento: ocultárselo al máximo, puesto que necesitaba todas las fuerzas del universo para la lucha a emprender.


Él era fuerte pero no tanto como para conocer que su tiempo se acortaba. Que le aguardaban innumerables sufrimientos y, el mayor de todos, no poder disfrutar de su familia. No poder estar juntos, tomados de la mano como dos adolescentes enamorados. Todo eso se terminaría en breves meses que, ella deseaba fueran eternos. Hoy él ya había partido y ella paseaba por la playa que tanto amó, sola, con sus pensamientos, con sus sensaciones, con sus problemas diarios a los que se enfrentaba cada mañana al despertarse. No volvería a aquel lugar en el que habían sido tan felices y con tantos recuerdos gratos.

No deseaba recordar y, sin embargo, lo hacía constantemente. Y le veía sonriendo llegando a su encuentro en la playa para sentarse junto a ella, coger su mano y darla un beso en la mejilla. “Te quiero mucho, te quiero muchísimo”, la decía dedicándola una sonrisa. Ambos fijaban sus miradas mutuamente, porque ella sabía que era verdad. Que su historia era digna de una novela, pero, no con final feliz.

Una vez ocurrido todo, ella reunió a sus hijas y a su madre anciana y, expuso su situación. Eran cuatro mujeres fuertes a pesar de la juventud de las hijas. Contaban con la serenidad y sabiduría de la abuela que aún no procesaba la pérdida de su yerno muy querido.

Y le veía en cada rincón, en cada cafetería en la tertulia con sus amigos. O paseando por el Paseo Marítimo a primeras horas de la mañana. Le encantaba aquel lugar. Se sentía feliz, libre de chequeos médicos torturadores, libre, siquiera por un tiempo, de preocupaciones, de fingimientos para que ella no se diera cuenta de que lo sabía todo. Que con resignación había aceptado su situación, pero siempre con alguna esperanza de que revertiera a mejor.

Pero no fue así y ella se reveló contra todo y contra el mismo Dios allí, en aquella playa, en la soledad del incipiente amanecer. Le increpaba con el comportamiento que había tenido con ellos, con él principalmente, Un hombre bueno donde los hubiera, honrado. Humanitario, amigable y excelente padre y marido.

“No es justo lo que has hecho con nosotros. No volveré a ti, que lo sepas. ¿Dónde está tu justicia divina? Hay infinidad de personas perdidas por el mundo, haciendo daño y has tenido que castigarnos a nosotros que somos buena gente. ¿Cómo creer en ti?”

A continuación, lloraba, lloraba desconsoladamente descargando la enorme tristeza interior que sentía. El desgarrador dolor cada vez que le veía cantar alguna canción dirigida a ella. Era un buen hijo. Adorando a sus padres.


Paciente cada vez que ella se enfadaba por algo. Todos esos momentos, se habían ido con él, ya no los tendría. No tendría sus palabras conciliadoras con alguna situación que se les presentase. No tendría aquellos brazos tiernos y aquel beso de “buenas noches” y de “buenos días” a diario. Todo eso se había ido con él.

Descubrió que era una mujer fuerte y que se enfrentaba a la vida con decisión. Se lo debía a él, pero qué difícil papel le había dejado. Echaba de menos y, a cada momento, su presencia en casa. Sus abrazos, sus besos, sus sonrisas, sus miradas enamoradas. Sus momentos viendo alguna película o televisión, sentados uno junto al otro, con sus manos unidas y la dulzura enamorada cuando la decía cuanto la amaba.

Le tocaba hacer el camino sola. Sus hijas se harían mayores, formarían su hogar y ella seguiría sola. A los cuatro años de su partida, también se fue su madre. Su incondicional amiga. Sus amorosos brazos amparándola en los días de soledad y angustia. Era su apoyo, su consejera, su amiga y confidente; lo era todo y también lo había perdido.

Por eso hizo aquel viaje. Deseaba repasar su trayectoria vital con presencias y ausencias. Hacer balance de lo que era su vida y del desinterés que sentía día a día por ella. Necesitaba algo con que romper esa monotonía que no fuera sumergirse en los momentos, en los días vividos y que no volverán. Necesitaba aparentar una calma que no sentía porque aún dependían de ella sus hijas. Bastante pena sentía como para acrecentar su sentimiento con los de ella. Los guardaría para sí.

Y de esta forma comenzó a escribir un diario en el que volcaba abiertamente todo lo que sentía. Abiertamente sin tener que ocultar sus sentimientos ante nadie.

Día a día, iba desgranando su monótona vivencia en aquél diario, a corazón abierto, sin tener que disfrazar cualquier situación, sólo lo que pensaba. Los reproches que hacía a la vida. Su renuncia a volver a vivir, simplemente cumplir con su rutina y nada más.

Se sentó recostándose en una moto de agua y fijó la vista en el horizonte, frente a Palma de Mallorca en línea recta. En esa isla habían pasado su último viaje de aniversario de bodas. Lo disfrutaron plenamente, olvidándolo todo. Sólo ellos dos contaban. Volvieron los días de su noviazgo, de su boda, del nacimiento de sus hijas, etcétera.  Era un recuento de lo que había sido su vida en común. Un testamento vital que la dejaría mientras ella viviese. Y hoy, allí, puso su rúbrica en aquel imaginario testamento. Era una mujer independiente, pero no libre, sujeta a las obligaciones que todos tenemos y a los recuerdos que ya no son tan aterradores, sino dulces y enamorados como entonces. ¡Adiós no volveré a veros”, dijo dirigiéndose a las olas!

Dio media vuelta en un determinado lugar y llevando en una mano una botellita de agua y en la otra unas sandalias, remojó sus pies para quitarse la arena, en una de las duchas de la playa. Con un gesto de melancolía tomó el camino de regreso a casa sin volver la vista atrás.

 



#1996rosafermu  / Abril, 12 2022

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